Juventud Misionera / Ahuachapán

JUAN XXIII

26.06.2010 22:21

(Sotto il Monte, 1881 - Roma, 1963) Pontífice romano, de nombre Angelo Giuseppe Roncalli. Era el tercer hijo de los once que tuvieron Giambattista Roncalli y Mariana Mazzola, campesinos de antiguas raíces católicas, y su infancia transcurrió en una austera y honorable pobreza. Parece que fue un niño a la vez taciturno y alegre, dado a la soledad y a la lectura. Cuando reveló sus deseos de convertirse en sacerdote, su padre pensó muy atinadamente que primero debía estudiar latín con el viejo cura del vecino pueblo de Cervico, y allí lo envió.


Juan XXIII

Lo cierto es que, más tarde, el latín del papa Roncalli nunca fue muy bueno; se cuenta que, en una ocasión, mientras recomendaba el estudio del latín hablando en esa misma lengua, se detuvo de pronto y prosiguió su charla en italiano, con una sonrisa en los labios y aquella irónica candidez que le distinguía rebosando por sus ojos.

Por fin, a los once años ingresaba en el seminario de Bérgamo, famoso entonces por la piedad de los sacerdotes que formaba más que por su brillantez. En esa época comenzaría a escribir su Diario del alma, que continuó prácticamente sin interrupciones durante toda su vida y que hoy es un testimonio insustituible y fiel de sus desvelos, sus reflexiones y sus sentimientos.

En 1901, Roncalli pasó al seminario mayor de San Apollinaire reafirmado en su propósito de seguir la carrera eclesiástica. Sin embargo, ese mismo año hubo de abandonarlo todo para hacer el servicio militar; una experiencia que, a juzgar por sus escritos, no fue de su agrado, pero que le enseñó a convivir con hombres muy distintos de los que conocía y fue el punto de partida de algunos de sus pensamientos más profundos.

El futuro Juan XXIII celebró su primera misa en la basílica de San Pedro el 11 de agosto de 1904, al día siguiente de ser ordenado sacerdote. Un año después, tras graduarse como doctor en Teología, iba a conocer a alguien que dejaría en él una profunda huella: monseñor Radini Tedeschi. Este sacerdote era al parecer un prodigio de mesura y equilibrio, uno de esos hombres justos y ponderados capaces de deslumbrar con su juicio y su sabiduría a todo ser joven y sensible, y Roncalli era ambas cosas. Tedeschi también se sintió interesado por aquel presbítero entusiasta y no dudó en nombrarlo su secretario cuando fue designado obispo de Bérgamo por el papa Pío X. De esta forma, Roncalli obtenía su primer cargo importante.

Dio comienzo entonces un decenio de estrecha colaboración material y espiritual entre ambos, de máxima identificación y de total entrega en común. A lo largo de esos años, Roncalli enseñó historia de la Iglesia, dio clases de Apologética y Patrística, escribió varios opúsculos y viajó por diversos países europeos, además de despachar con diligencia los asuntos que competían a su secretaría. Todo ello bajo la inspiración y la sombra protectora de Tedeschi, a quien siempre consideró un verdadero padre espiritual.

En 1914, dos hechos desgraciados vinieron a turbar su felicidad. En primer lugar, la muerte repentina de monseñor Tedeschi, a quien Roncalli lloró sintiendo no sólo que él perdía un amigo y un guía, sino que a la vez el mundo perdía un hombre extraordinario y poco menos que insustituible. Además, el estallido de la Primera Guerra Mundial fue un golpe para sus ilusiones y retrasó todos sus proyectos y su formación, pues hubo de incorporarse a filas inmediatamente. A pesar de todo, Roncalli aceptó su destino con resignación y alegría, dispuesto a servir a la causa de la paz y de la Iglesia allí donde se encontrase. Fue sargento de sanidad y teniente capellán del hospital militar de Bérgamo, donde pudo contemplar con sus propios ojos el dolor y el sufrimiento que aquella guerra terrible causaba a hombres, mujeres y niños inocentes.

Concluida la contienda, fue elegido para presidir la Obra Pontificia de la Propagación de la Fe y pudo reanudar sus viajes y sus estudios. Más tarde, sus misiones como visitador apostólico en Bulgaria, Turquía y Grecia lo convirtieron en una especie de embajador del Evangelio en Oriente, permitiéndole entrar en contacto, ya como obispo, con el credo ortodoxo y con formas distintas de religiosidad que sin duda lo enriquecieron y le proporcionaron una amplitud de miras de la cual la Iglesia Católica no iba a tardar en beneficiarse.

Durante la Segunda Guerra Mundial, Roncalli se mantuvo firme en su puesto de delegado apostólico, realizando innumerables viajes desde Atenas y Estambul, llevando palabras de consuelo a las víctimas de la contienda y procurando que los estragos producidos por ella fuesen mínimos. Pocos saben que si Atenas no fue bombardeada y todo su fabuloso legado artístico y cultural destruido, ello se debe a este en apariencia insignificante cura, amable y abierto, a quien no parecían interesar mayormente tales cosas.

Una vez finalizadas las hostilidades, fue nombrado nuncio en París por el papa Pío XII. Se trataba de una misión delicada, pues era preciso afrontar problemas tan espinosos como el derivado del colaboracionismo entre la jerarquía católica francesa y los regímenes pronazis durante la guerra. Empleando como armas un tacto admirable y una voluntad conciliadora a prueba de desaliento, Roncalli logró superar las dificultades y consolidar firmes lazos de amistad con una clase política recelosa y esquiva.

En 1952, Pío XII le nombró patriarca de Venecia. Al año siguiente, el presidente de la República Francesa, Vicent Auriol, le entregaba la birreta cardenalicia. Roncalli brillaba ya con luz propia entre los grandes mandatarios de la Iglesia. Sin embargo, su elección como papa tras la muerte de Pío XII sorprendió a propios y extraños. No sólo eso: desde los primeros días de su pontificado, comenzó a comportarse como nadie esperaba, muy lejos del envaramiento y la solemne actitud que había caracterizado a sus predecesores.

Para empezar, adoptó el nombre de Juan XXIII, que además de parecer vulgar ante los León, Benedicto o Pío, era el de un famoso antipapa de triste memoria. Luego, abordó su tarea como si se tratase de un párroco de aldea, sin permitir que sus cualidades humanas quedasen enterradas bajo el rígido protocolo, del que muchos papas habían sido víctimas. Ni siquiera ocultó que era hombre que gozaba de la vida, amante de la buena mesa, de las charlas interminables, de la amistad y de las gentes del pueblo.

Como pontífice dio un nuevo planteamiento al ecumenismo católico con el Secretariado para la Unidad de los Cristianos y el acogimiento en Roma de los supremos jerarcas de cuatro Iglesias protestantes. Su pontificado abrió nuevas perspectivas a la vida de la Iglesia y, aunque no se dieron cambios radicales en la estructura eclesiástica, promovió una renovación profunda de las ideas y las actitudes.

Su propósito pronto fue claro para todos: poner al día la Iglesia, adecuar su mensaje a los tiempos modernos enmendando pasados yerros y afrontando los nuevos problemas humanos, económicos y sociales. Para conseguirlo, Juan XXIII dotó a la comunidad cristiana de dos herramientas extraordinarias: las encíclicas Mater et Magistra y Pacem in terris. En la primera explicitaba las bases de un orden económico centrado en los valores del hombre y en la atención de las necesidades, hablando claramente del concepto "socialización" y abriendo para los católicos las puertas de la intervención en unas estructuras socioeconómicas que debían ser cada vez más justas.

En la segunda se delineaba una visión de paz, libertad y convivencia ciudadana e internacional vinculándola al amor que Cristo manifestó por el género humano en la Última Cena. Ambas encíclicas suponían una revolución copernicana en la visión católica de los problemas temporales, pues aceptaban la herencia de la Revolución Francesa y de la democracia moderna, haciendo de la dignidad del hombre el centro de todo derecho, de toda política y de toda dinámica social o económica.

Poco antes de su muerte, acaecida el 3 de junio de 1963, Juan XXIII aún tuvo el coraje de convocar un nuevo concilio que recogiese y promoviese esta valerosa y necesaria puesta al día de la Iglesia: el Concilio Vaticano II. A través de él, el papa Roncalli se proponía, según sus propias palabras, "elaborar una nueva Teología de los misterios de Cristo. Del mundo físico. Del tiempo y las relaciones temporales. De la historia. Del pecado. Del hombre. Del nacimiento. De los alimentos y la bebida. Del trabajo. De la vista, del oído, del lenguaje, de las lágrimas y de la risa. De la música y de la danza. De la cultura. De la televisión. Del matrimonio y de la familia. De los grupos étnicos y del Estado. De la humanidad toda".

Se trataba de una tarea de titanes que sólo un hombre como Juan XXIII fue capaz de concebir e impulsar, y que sus herederos recibirían como un legado a la vez imprescindible y comprometedor. Pablo VI, su sucesor y amigo, declaró tras ser elegido nuevo pontífice que la herencia del papa Juan no podía quedar encerrada en su ataúd. Él se atrevió a cargarla sobre sus hombros y pudo comprobar que no era ligera.

 

Juan XXIII incorrupto

 

Lo confirma el arcipreste de la Basílica de San Pedro


No sólo el rostro, sino todo el cuerpo de Juan XXIII se conserva incorrupto casi 38 años después de su muerte, según ha revelado hoy el arcipreste de la Basílica de San Pedro, el cardenal Virgilio Noè.

El sábado pasado un informe de dominio interno del Vaticano revelaba que el 16 de enero se realizó un reconocimiento canónico del cadáver de Juan XXIII, necesario para ser trasladado de las Grutas Vaticanas a la Basílica de San Pedro del Vaticano. Los técnicos y testigos presenciales, añadía el documento, constataron que su rostro estaba incorrupto. Tenía la misma expresión y aspecto del momento en que falleció, el 3 de junio de 1963.

En una rueda de prensa concedida hoy en la Sala de Prensa del Vaticano, el cardenal Noè ha aclarado que este estado de conservación incorrupta no sólo se ha podido constatar en el rostro del «Papa bueno», beatificado el 3 de septiembre pasado, sino en todo su cuerpo. El purpurado italiano confesó que todos los presentes en el reconocimiento (técnicos, obispos y cardenales) experimentaron un sentimiento de profunda emoción.

Entre ellos se encontraba el secretario de Estado de la Santa Sede, el cardenal Angelo Sodano, quien ayer lunes aseguró «La conservación del rostro, intacto y sonriente, es un don de Dios».

Según la tradición los papas eran enterrados en tres contenedores. El cuerpo de Juan XXIII está dentro de un ataúd de ciprés, colocado en un catafalco de plomo, conocido como «castrumdoloris», y a su vez dentro de un sarcófago de mármol travertino.

El boletín de «La Basílica de San Pedro», editado mensualmente por la Fábrica de San Pedro, institución vaticana encargada de la conservación del templo más grande de la cristiandad, presidida por el mismo cardenal Noè, explica que la apertura de los tres contenedores comenzó a las 8.45 del 16 de enero. Después de una breve pausa a mediodía, prosiguieron las tareas. A las 17 se extrajo el ataúd de ciprés, y a las 17.30 fue trasladado en un carro de mano a una sala denominada Depósito Altieri, específicamente equipada para los reconocimientos canónicos.

A las 18 el cardenal Noé recibió al secretario de Estado, cardenal Angelo Sodano, y al arzobispo Leonardo Sandri, sustituto para Asuntos Generales de la Secretaría de Estado. Estaba también presente el doctor Renato Buzzonetti, director de los servicios sanitarios de la Ciudad del Vaticano.

El informe fue realizado por escrito y con fotografías, y describe así el reconocimiento de Juan XXIII:

«Una vez levantado el lino que las cubría, las manos aparecieron enfundadas en guantes rojos y, el anular derecho, adornado con el anillo pontifical; en las manos, el crucifijo y la mitra con la parte superior mirando hacia abajo».

«El rostro del beato, una vez liberado del paño que lo tapaba, se mostró íntegro, con los ojos cerrados y la boca ligeramente entreabierta, con los rasgos que recordaban inmediatamente la fisonomía familiar del venerado pontífice».

«La cabeza, con la papalina, descansa en un cojín rojo y el cuerpo vestido con los paramentos pontificales rojos, muestra el palio sobre los hombros. Más abajo se nota el fanon (una capa de seda blanca que llevan solamente los papas) de rayas doradas, según la antigua usanza papal; se ve a continuación la casulla roja oscura bordada en oro, el manípulo y dos pequeñas túnicas. De las rodillas para abajo se nota una camisa de tul finísimo, debajo de la cual se transparenta la vestidura papal blanca; los pies están calzados con calzaduras pontificales rojas bordadas en oro».

Colocadas simétricamente a sus pies se encontraron cuatro bolsas rojas con monedas y medallas de su pontificado. Se tomaron medidas del cuerpo del pontífice: 1,60 metro de altura y 60 centímetros de anchura, de hombro a hombro.

Después de rociar el cuerpo con una solución antibacteriana, se cerró herméticamente el ataúd, se cubrió con material plástico y se selló.

El descubrimiento no implica un milagro. De hecho, Vincenzo Pascali, docente de medicina legal de la Universidad Católica de Roma, ha explicado que el proceso de inyecciones de formalina al que se sometió al cadáver de Juan XXIII permitió que sus tejidos no se deterioraran. Además, añade, su cuerpo fue protegido por tres cajas, lo que impidió el ingreso del oxígeno.

El destino del cuerpo será la capilla de San Jerónimo, en la Basílica, ya que el Papa Roncalli admiraba a los padres de la Iglesia y a ese santo en concreto. Cuando Juan XXIII entraba en San Pedro el primer sitio al que iba era a la capilla dedicada a San Jerónimo, según el cardenal Noè, quien apuntó que habrá obras para adecuarla antes de recibir el cuerpo del beato, por lo que el Vaticano evalúa la posibilidad de que sus restos puedan ser expuestos de nuevo a los fieles

 

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